Así destruye el estrés crónico tu cerebro (y cómo puedes protegerlo)
- Afouteza Coaching

- 22 ago
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El cerebro no solo dirige lo que pensamos, sentimos o hacemos, también se ve transformado por lo que ocurre a nuestro alrededor. Una de las mejores pruebas de esa relación bidireccional es el estrés. Somos capaces de decidir qué situaciones representan un peligro, pero una vez que lo identificamos, esa percepción desencadena una serie de reacciones que afectan tanto al propio cerebro como al resto del organismo.
Estrés y mecanismos de adaptación
Ante un desafío que no podemos anticipar ni controlar, el cerebro activa dos grandes sistemas: el sistema nervioso autónomo y el eje Hipotálamo-Hipófisis-Adrenal (HHA). Este último favorece un proceso llamado alostasis, es decir, un ajuste dinámico y continuo que permite a nuestro cuerpo modificar su actividad fisiológica para afrontar la amenaza.
La amígdala juega un papel clave en este proceso: interpreta el estímulo estresante en función de nuestra genética y de las experiencias pasadas, y determina la magnitud de la respuesta.
Cuando el estrés es puntual, estos cambios pueden resultar beneficiosos, pues entrenan al organismo para reaccionar mejor en el futuro. Sin embargo, si el estado de alerta se prolonga demasiado, la alostasis deja de ser protectora y se convierte en un problema. Es lo que conocemos como sobrecarga alostática, un exceso de ajustes hormonales que deteriora progresivamente la salud.
Estrés crónico: un remodelador silencioso del cerebro
La neurogénesis –la creación de nuevas neuronas– y la plasticidad cerebral permiten que nuestro cerebro se adapte y mantenga el bienestar emocional y físico. Estas capacidades aumentan con el aprendizaje, la actividad social y el ejercicio, pero disminuyen con la falta de sueño, ciertos fármacos o la exposición continuada al estrés.
En el estrés agudo, la principal consecuencia es que las nuevas neuronas sobreviven menos tiempo, reduciendo así la formación de conexiones sinápticas.En el estrés crónico, la situación es más grave: la producción de neuronas se frena y aparecen cambios estructurales en áreas críticas como el hipocampo, la amígdala y el córtex prefrontal.
El hipocampo se reduce de tamaño, lo que afecta a la memoria, la atención y el metabolismo cerebral.
El córtex prefrontal, esencial para la regulación emocional, también disminuye, dificultando el autocontrol y la toma de decisiones.
La amígdala, en cambio, se agranda y se hiperactiva, intensificando respuestas emocionales como el miedo, la ansiedad o la agresividad.
El resultado es un patrón alterado de conexiones neuronales que favorece la fatiga, los trastornos del sueño, la depresión y la ansiedad, además de aumentar la vulnerabilidad a enfermedades físicas como la obesidad, la diabetes o la arterioesclerosis.
De aliado a enemigo: el doble filo de la alostasis
El estrés, en pequeñas dosis, es un mecanismo de supervivencia. Pero cuando se mantiene en el tiempo, esa misma herramienta protectora se convierte en un factor de riesgo. La acumulación de carga alostática deteriora la arquitectura del cerebro y amplifica la exposición a hormonas del estrés, generando un caldo de cultivo para la enfermedad.
La prevención como clave de salud pública
Hoy, el estrés es considerado uno de los grandes problemas sanitarios a nivel mundial. Por eso, prevenirlo y aprender a manejarlo resulta esencial. Existen estrategias muy efectivas y al alcance de todos:
Respetar los ritmos circadianos, procurando un sueño reparador y horarios regulares que favorezcan la recuperación cerebral y hormonal.
Cuidar la alimentación, con una dieta equilibrada que aporte nutrientes esenciales para el sistema nervioso.
La actividad física, que estimula la neurogénesis y protege al hipocampo.
El contacto con la naturaleza, que reduce la activación del sistema de estrés y promueve la calma mental.
Las interacciones sociales y el aprendizaje, que refuerzan la plasticidad cerebral.
Aunque no podamos evitar completamente el estrés, sí podemos modular su impacto. Convertirlo en un reto pasajero, en lugar de en una amenaza crónica, depende en buena parte de cómo cuidemos nuestro cuerpo y nuestro cerebro.






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